NELLIE VANCE NOS HABLA SOBRE UNO DE LOS GRANDES CLÁSICOS DEL TERROR JAPONÉS DE UN VISIONARIO KIYOSHI KUROSAWA
La distorsión. Todo empezó un día, sin aviso. Un glitch, una alteración en la pantalla del ordenador. Un momento de consciencia de los contornos de lo virtual. Era 2001 y todavía no nos habíamos dado cuenta de lo que iba a cambiar el mundo. Era 2001 y parecía que solo existía el futuro, un constante avance. Mirábamos hacia adelante con el entusiasmo de la promesa del progreso, sumidos en una esquizofrenia colectiva, comprometidos con el consumo desbocado
como promesa de plenitud social. El mundo al alcance de nuestra mano. Internet. El espejismo de la prosperidad. Al inicio de “Kairo” (Kiyoshi Kurosawa, 2001) también Michi, su protagonista, mira al horizonte desde el barco en el que viaja. No lo sabemos todavía cómo no lo sabíamos entonces, pero su visión no es hacia el futuro, sino a un mundo, el que reconocíamos como nuestro, en ruinas.
“El retrato del aislamiento es abrumador. Quizá por eso la invasión fantasmal se materializa en una epidemia suicida”
En “Kairo”, los límites del mundo paranormal han sido desbordados. Las almas, las conciencias que no tienen espacio en su realidad psíquica, comienzan a invadir el plano físico de los protagonistas utilizando los dispositivos electrónicos, principalmente internet, hasta conseguir materializarse. Todo comienza con una retransmisión insólita y desconcertante. Uno de los protagonistas es asaltado por unas imágenes inusuales, una imagen en video borrosa, sucia y oscura, que muestra a un tipo solo en su habitación, delante de la pantalla del ordenador. El fenómeno pronto empieza a extenderse y las transmisiones se enrarecen. Decenas de vídeos de gente anónima sola en sus pequeñas habitaciones, en estado de absoluto abandono, comienzan a propagarse por internet. Son videos de fantasmas. O muertos en vida, futuros fantasmas. Sea como sea, siempre es gente sola.
“Ya en 2001, Kurosawa atisbaba que la promesa de la eterna conexión se iba a revelar como una ventana hacia la reclusión y la incomunicación”
Los protagonistas también están solos. En la mayoría de las ocasiones divagan por calles desiertas, viven en lugares pequeños, investigan espacios abandonados. El retrato del aislamiento es abrumador. Quizá por eso la invasión fantasmal se materializa en una epidemia suicida. El embrujo y la posesión de los fantasmas radica en que, al contacto con ellos o con su imagen, siembran la desesperación y la tristeza provocando en los vivos un desconsuelo tal que el único alivio posible es la muerte. La única forma de escapar es cortando cualquier posibilidad de contacto, es decir, huyendo del mundo tal y como lo conocemos.
Los supervivientes marcan las puertas y ventanas de los espacios ocupados (donde los fantasmas han conseguido materializarse) con una cinta roja, un recuadro que sirve de recordatorio de la liminalidad del espacio: ya no es nuestro, ha sido invadido. La forma en la que Kiyoshi Kurosawa decide marcar estos espacios, delimitando los márgenes hasta formar un cuadrilátero, remite a formas muy específicas: ventanas, puertas, pero sobre todo, pantallas.
“Quizá sea ese carácter premonitorio lo que hace que, para mi, revisar Kairo sea una experiencia extraña y enigmática, casi como recibir un mensaje en una botella que debía haber sido leído muchos años antes”
De esa forma, la pantalla se muestra como puerta hacia la desconexión y el aislamiento. Ya en 2001, Kurosawa atisbaba que la promesa de la eterna conexión se iba a revelar como una ventana hacia la reclusión y la incomunicación, una cuasi profética exploración sobre cómo el mundo ultraconectado y esperanzador que queríamos divisar en 2001 se ha manifestado como una realidad de atomización y profunda soledad. Del mismo modo, también percibía como internet iba a filtrarse en las dinámicas diarias, adueñándose de cada una de nuestras estancias (literales y metafóricas) como los fantasmas se apoderaban de los espacios, haciéndolos suyos y cambiándolos para siempre.
Quizá sea ese carácter premonitorio lo que hace que, para mi, revisar “Kairo” sea una experiencia extraña y enigmática, casi como recibir un mensaje en una botella que debía haber sido leído muchos años antes. O quizá sea su nihilismo y falta de respuestas lo que ejerce sobre mí el mismo embrujo que hace veinte años. Sea como sea, ha sido un placer reencontrarme con Kiyoshi Kurosawa.
Al inicio de “Kairo”, Michi mira al horizonte. Un plano desde arriba enfoca el barco en alta mar, solo, en la infinidad del océano. Todos se han ido.
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