MAIK LINGOTAZO NOS HABLA SOBRE ESTE TERROR CANADIENSE CON ECOS A "LA BRUJA", QUE SE TERMINA QUEDANDO MUY LEJOS DE LA ÉLITE
El cine canadiense viene dando desde hace tiempo gratas muestras de la calidad que atesoran las producciones que destinan al público amante del terror. Desde “Pontypool” (2008) hasta “Ghostland” (2018), pasando por “7 days” (2009), “Antiviral” (2012) o “Mamá” (2013), por citar unos pocos ejemplos más que significativos de lo que se ha venido cociendo desde hace poco más de una década. La que nos ocupa bebe directamente de “La bruja” (2016), otra coproducción entre el mencionado país norteamericano y su vecino del sur, Estados Unidos. Fijaos hasta qué punto será así que no hay más que echar un vistazo a las escuetas sinopsis que guardan sus respectivas fichas en el portal IMDB. Da toda la impresión de que con Audrey no se han estrujado demasiado el cerebro. Vamos, que no se han molestado mucho en singularizarse.
“el filme transita con pulso calmo pero subyugante a través del irrespirable ambiente que cubre toda suerte de acciones y diálogos”
Por esto y mucho más, es inevitable no aludir a lo que nos evocaba la cinta que Robert Eggers puso en liza antes de graduarse con la exquisita “El faro” (2019). En aquella, las texturas húmedas y grises de la campiña que era Nueva Inglaterra en 1630 transpiraban con cada fotograma atravesando los avatares de una comunidad pacata y cerrada, empapándolo todo con la gélida y punzante sensación que acompaña a los días aciagos, con sus noches desoladas.
En “La maldición de Audrey Earnshaw” se nos propone, sin embargo, un lugar indeterminado en medio de la vastedad del norte de América. En verdad, poco importa, pues lo que nos interesa saber es que, en cualquier caso, todo atisbo de civilización ha sido convenientemente eludido por la congregación descendiente de los primeros peregrinos irlandeses que tuvieron a bien enclavarse en tan inhóspito paraje. Como tantos otros pioneros que huyeron del Viejo Continente en busca de ignotas tierras donde comenzar una nueva vida, para dejar atrás persecuciones religiosas o saldar cuentas pendientes con la justicia, nuestros parroquianos protagonistas se nos presentan como un asentamiento que desde que arribó, allá por el año 1873, no ha conocido, ni querido conocer, avance tecnológico alguno.
Ahora, según nos sitúa la película, nos hallamos justo un siglo después, en pleno azote de hambruna y mortandad. Viene cebándose, persistente, sobre los piadosos moradores desde hace casi dos décadas y, lo que es peor aún, parece no tener fin. Por más que ellos continúen con denodado empeño fiándole sus designios a la providencia divina, el ganado sigue pereciendo y las cosechas están bajo mínimos.
Todo esto es algo que se nos relata ya de inicio, merced a una sobria introducción con cuyo texto sobreimpreso se nos pone en antecedentes. Y se nos desvela, también, que fue durante lo que se dio a conocer como “el Eclipse”, 17 años atrás, que arrancaron las penalidades. Para todos, excepto para Agatha Earnshaw. Ella vive marginada de la comunidad bajo el constante escrutinio inquisidor y los rumores que la tachan de hereje, alimentados por la envidia que les produce asistir atónitos a la bonanza de la que goza. Aquel día, a su vez, dio origen a una nueva vida, la de Audrey, la hija que desde entonces ha sido cuidada y criada en secreto, a salvo de las miradas recelosas de sus vecinos. Acaso eclipsada. Los 90 minutos que seguirán suponen un despliegue paulatino de las piezas que nos ilustrarán el porqué de esa “maldición” que ya se nos anticipa en el título mismo. Repartidos en cuatro actos: incantation, descent, fallout y spring, el filme transita con pulso calmo pero subyugante a través del irrespirable ambiente que cubre toda suerte de acciones y diálogos.
“el concurso obrado por el grueso del elenco actoral ralla a gran nivel en todo momento. Mención especial para la debutante Jessica Reynolds”
Cabe destacar que, pese a la obvia referencia antes mencionada, a la que incluso podríamos añadir la de “Rosemary's baby” (1968), es el propio director quien ha manifestado haberse nutrido de las hechuras facturadas por las pretéritas “The wicker man” (1973) o “Straw dogs” (1971), o del saber hacer de autores como Dennis Wheatley o Tom Tryon, de quien destaca su novela “Harvest home”. No en vano, el propio chairman hace las veces también de escritor del guion, como ya hiciera con su anterior y primera producción, “Empyrean” (2016). Para todo ello se arropa con el solvente desempeño a la fotografía de Nick Thomas, bregado también con una previa puesta de largo, “Ice blue” (2017), además de con un buen chorrazo de cortometrajes en los que se ha involucrado durante la última década. Su mano se hace notar, y es del todo encomiable, pues logra congelarnos ante la pantalla, testigos de las inclemencias y de la zozobra que parecen cernirse sobre un escenario anclado en lo decimonónico, que sin embargo discurre por unas coordenadas temporales que se remontan hasta hace poco menos de medio siglo.
Como comentaba, eso es algo que ya sabremos dado que se nos da a conocer en su carta de presentación. Pero por si acaso hubiera algún despistado, no tendrán reparo alguno en insistirnos forzando la aparición resultona, cuasi cómica, de un pájaro motorizado, más conocido comúnmente, incluso para los anacrónicos irlandeses, como avión. El espacio aéreo no pilota de rodeos, más bien lo contrario: tiende a cultivar las de Villadiego, cosa que nuestros cándidos y pazguatos sufridores acatan no sin cierto sentimiento de culpa cuando, ¡oh, casualmente!, van y avistan semejante engendro del demonio. ¡Pero tete! ¡¡¡Que al bicho se le oye a leguas, eh!!! Eso es como pretender hacerse el estupefacto, escandalizado ante el Canal+ de aquellos antediluvianos viernes por la noche. Como si no supieras que el botón del mando era el 7, de toda la vida. ¡Venga ya! Pero bueno, quién soy yo para reprendérselo. Y más en un blog como éste, que a buen seguro reconoce otra de las modalidades que adquiere el momento del placer culpable: evidentemente me refiero a esa mano que, en adosado digital alienígena, disponemos en horizontal ante nuestro jetamen, en una suerte de persiana hecha de carne y hueso afectada por unos convenientes “renglones torcidos”, a través de los cuales se relame nuestra curiosidad merced a las vergüenzas y las desvergüenzas que la realidad, con sus ficciones, tiene a bien desnudarnos.
Aviso a lingüistas: el batiburrillo de acentos que se entremezclan en los diálogos, entre ellos el oriundo irlandés de actores nativos insulares y también el de su intento americanizado por parte de los actores oriundos de Norteamérica, puede llevarnos a cierta desconexión para con la historia. Si bien podemos hacer un esfuerzo para pasar tal wtf? por alto, las cosas se tornan algo más difíciles de deglutir, ciertamente, a medida que nos sumergimos en su tramo final. Y eso que el concurso obrado por el grueso del elenco actoral ralla a gran nivel en todo momento. Mención especial para la debutante Jessica Reynolds, cuya tez pálida termina por robar la pantalla, haciéndosela suya con plena jerarquía, y defendiendo con autoridad un papel para el que por desgracia no se le ha dibujado el arco que merecía, pues si bien inferimos las motivaciones que anidan en tan brusco cambio de comportamiento, por contra resulta en algo atropellado e inconexo el devenir de los acontecimientos. La contextualización que se nos ofrece al principio, luego de poco nos vale a medida que avanzan los minutos, pues los personajes carecen de esa mínima profundidad que se requiere para disfrutar la historia como un ente orgánico, y no como algo zanjado a salto de mata.
“resulta frustrante encontrarse con producciones cuyo derroche técnico y artístico es más que evidente, y por descontado loable, para luego desinflar el suflé presentado por culpa de un guion timorato, cuando no negligente”
Lo que hasta el momento había constituido un asomo de puzzle bien pergeñado, cuyas piezas dispuestas con tino, de manera minuciosa, nos dejaban entrever un microcosmos donde la relación de fuerzas excedía los márgenes del mundo material, donde el equilibrio se apoyaba difusamente sobre actos de fe y entregas al colectivo, acaba por devenir en un castillo de naipes que, si bien no se desmorona, sí tiene visos de padecer los achaques del tiempo. En este caso, de la cerca de hora y media prolongada dominando el partido para luego desfallecer justo antes de llegar a la orilla. Toda la atmósfera tan bien inspirada, todo ese aire enrarecido que nubla el juicio y la vida, acaba como el típico experimento hecho con gaseosa.
Otra vez añadimos una muesca más al listado de buenas intenciones que no supieron, o no pudieron, elevarse por encima de ese estadio. Que si bien no es poco, no es menos cierto que a uno le acaba por dejar un regusto agridulce. Y así van ya unas cuantas. No sé, quizá es uno de los males de estos tiempos: adolecer de un esqueleto narrativo poderoso, o si no al menos que sea mínimamente coherente. Dentro incluso de la pretendida incoherencia formal, si se quiere. Pero resulta frustrante encontrarse con producciones cuyo derroche técnico y artístico es más que evidente, y por descontado loable, para luego desinflar el suflé presentado por culpa de un guion timorato, cuando no negligente. No sé, es como si hubieran aplicado el recorte de gastos en el apartado del libreto. Como si eso fuera algo prescindible, o que se puede capear con algún que otro artificio, esperando que el espectador tenga a bien obviar las costuras de un revestimiento que a duras penas se mantiene terso, por mucho que se insista en lo bien vestido que va el rey.
Total, que lo que aquí tenemos es una fábula que nos habla de ritos de iniciación y de pasos hacia la madurez, de salvajes y asalvajadas, de empoderamiento y de sororidad. Y de venganzas. El linaje exige sacrificios y repudia las flaquezas, y como telón de fondo la sempiterna rebelión juvenil frente al conformismo de sus mayores. Rebosantes de lozana despreocupación, de inmortal temeridad, no habrá titubeos ante quien ose, no ya sólo disentir, sino dudar. El más nimio atisbo de debilidad será interpretado como una demoledora señal de desafección, que habrá que eliminar por todos los medios, sin importar quién salga escaldado. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Blablabla. Danos la paz. Blabla. O el fin.
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